Ojeaba
y leía, esta mañana como todas las de mi vida juvenil y adulta, lo que los
medios escritos cuentan, ilustran y destripan. Y uno de los argumentos
dominantes – ¡cómo no! – era la crisis
de la basura, ese montón descomunal de desechos de nuestra cotidianidad
consumista que ha inundado la capital española. Afortunadamente, dicho sea con
alivio preventivo, en estas horas parece que ya se vislumbra una solución.
Pues ojeando y leyendo ha ocurrido que la mano y la
vista han ido de basura a basura, porque la otra, la escrita, haberla hayla y
abundante, entre páginas y pantallazos, en medios de celulosa y de soporte
virtual.
Y en eso caí en el escrito de una de esas escribidoras
que – parecía una moda pasajera, una crisis de crecimiento, de reafirmación y
de rebeldía, pero veo que va “in crescendo” – ha adoptado la vía de la legítima
paridad con el hombre alcanzando no exactamente lo positivo y destacable de
muchos hombres. Me refiero al lenguaje chusco, vulgar, malsonante,
irrespetuoso, denigrante, difamador, “decapitatíteres” sin miramientos y “autolesionista”
en lo éticamente más elemental.
Es eso de coger caca, culo, pedo, pis, sexo, religión
(¡sólo una y siempre la misma!), introducir todo en la batidora y producir un
zumo maloliente que, sin embargo, se considera brillante y consigue, previa
estimulación de sesgos ideológicos y bajísimos instintos primarios, conquistar
unos cuantos aplausos. Además de acrecentar la popularidad, por estos lares confundida
sin vuelta atrás con la fama. Que es bien otra cosa.
Arrancaba la escribidora describiéndose sentada en la
posición y en el lugar apto para cumplir con esa necesidad biológica que es defecar.
Con alguna que otra dificultad, admitía ella misma. Y a partir de ese momento,
de expulsar por abajo, nada de nada. Lo que se leía, línea tras línea, eran vómitos.
Arcadas productivas malolientes que, sin duda, han tenido el efecto de una
liberación para la autora cuya explicación sólo podrían alcanzar Freud, Jung y
sus discípulos.
Seguro que muchos y muchas se habrán regocijado con la
lectura de ese texto y habrán aplaudido entre sonrisas, chanzas y una sensación
de ser cómplices, partícipes de esa elite multitudinaria, gregaria (no es una contradictio
in terminis) y creciente con progresión geométrica.
Allá ella (no les voy a dar el nombre para no contribuir a su “fama”)
y
ellos, que son muchas y muchos. Yo he sentido la necesidad de levantarme, ir al
baño y tirar de la cadena, aunque la taza estaba impoluta. Necesitaba ese gesto
liberatorio.
Y a la escribidora no le deseo nada malo. Sólo que
llegue un día en el que, ella como millones más, se dé cuenta de lo estéril de
esa actitud “echada p’alante” y pseudo-“modelna”.
Que alcance, la escribidora, lo que indica su nombre y que no se quede en lo reductivo
de lo que describe su segundo apellido. Lo sentiría por ella. Pero, dicho sea de
paso, allá ella...