Siempre le he tenido cierto
recelo a los “ismos”, aunque no a todos. Pero siempre me he mantenido a una
debida – y también prudencial, perpleja y desconfiada – distancia de sus excesos. Por ejemplo, de los
nacionalismos, sobre todo cuando se expresan con sus más duros acentos y sacan
uñas afiladas, cuando no se trata ya de beligerancia en todo el abanico de sus
posibilidades. En esos contextos, siempre se me ha visto alejarme.
Bromeando,
a menudo se me ha escuchado decir que pegaría unos cuantos tiros para defender
la gastronomía, pero nunca para para plantar una bandera en un metro cuadrado
más de tierra. Y dicho esto, no niego que uno ha nacido donde ha nacido, que
luego ha vivido donde ha vivido y que en algunos lugares, que se les llame
patria o tierras de procedencia, residen recuerdos, vivencias, personas,
imágenes, rincones, sabores, olores... Los recuerdos de lo vivido.
Pero
también me adapto con cierta facilidad. ¡Cuántas veces he dicho que podría ser
negro en Tombouctou y hasta pingüino en la Antártida! Y soy un viajero a mi
manera, nunca un turista. Me gusta alejarme de los flujos de masas y meterme en
medio de la gente del lugar que visito para empaparme de su cultura y
comprender a quien tengo delante. Bien lo saben mis amigos nómadas del
desierto, gentes con las que comparto el té, jobs y mâ, como uno
de ellos entre ellos.
¿A qué
viene esto?
A una
sucesión de imágenes, un rápido y frenético flash-back que ha pasado ante mis
ojos, esta mañana, cuando he conocido la muerte del compositor y cantante egipcio-griego-francés
Georges Moustaki.
Desde décadas, en mi selecta y atropellada “compilation” (lo siento, yo lo digo
así) que me acompaña en viajes o que escucho trabajando, llevo fija esa
magnífica pieza de Moustaki que es ”Le métèque”. Acabo de reescucharla un par de veces y en
ella hay de todo. Pero lo que me gusta, además de su música, es esa desenfadada
y al mismo tiempo poética y aparentemente melancólica autoironía, en un retrato
en el que el egipcio-griego trasplantado en París juega con su “extranjería”.
Escúchenla
atentamente y verán como “ser de fuera” se desdramatiza y hasta llega a ser una
sutil arma cautivadora.
En ese
atropellado flash-back, esta mañana, afloraron también imágenes de hace
décadas, en Madrid. Para que nos entendamos, eran los momentos entre la muerte
del “tío Paco” y los prolegómenos de la que poco más tarde se hubiese llamado
“Transición”. Y entre mis frecuentaciones habituales había un lugar, frente al
parque del Retiro, que era ese reducto de música y “conspiración” llamado “La
Peña Tres”. Allí conocí, sentado con su inmensa humanidad hasta hacer desaparecer
el minúsculo taburete, a ese poeta argentino que es Rafael Amor.
Rafael
cantaba y canta poesía popular. En un ambiente casi familiar y con mucha
complicidad con un público prendado por sus cuentos, retratos, fotografías
canoras que tenían como “leit motiv” la libertad. A lo mejor yo no comulgaba
con toda su filosofía, pero la esencia de lo que cantaba Amor creo que no
podemos no compartirla. Y en esos momentos, cuando en España tocar ciertos
temas era por lo menos atrevido, para un corresponsal como yo y algunos colegas
“La Peña Tres” era una bocanada de aire.
A lo que
iba: ser o no ser “extranjero”. De Rafael Amor podría citar muchas piezas y en
casi todas hay grito, poesía, dulzura, añoranza. Pero hoy, cuando se va el
Moustaki de “Le métèque” (extranjero sin derechos) me encanta reescuchar
y os propongo “No me llames extranjero”. Pues eso.